Vivencias de un violín
No sabían su nombre. Le decían el gringo violinista. Vivía en un hotel inquilinato, sórdido, oscuro, sin la más mínima comodidad. Lo veían salir de mañana abrazado a su violín, usando su único traje, aunque siempre impecable.
Posiblemente debió haber sido un hombre de buen porte en su juventud.
Cuando arrancaba sonidos de su instrumento se le iluminaba el semblante, sus ojos se enternecían y una sonrisa jugaba en sus labios. Se transformaba. Una aureola daba luz a su rostro que parecía rejuvenecer. Podría decirse que tocaba para sí. La mirada perdida en una sutil añoranza. No le molestaba que la gente circulara a su alrededor, que no se detuviera. Había algo de altanería cuando los observaba. Quizá sentía lástima por ellos, que no sabían disfrutar la dulzura de un Mendelssohn, la potencia de un Beethoven, la enternecedora tristeza de un Massenet.
Hoy, unas jovencitas, se detuvieron curiosas a escucharlo. Fue el detonante; se hizo un círculo que iba ampliándose. “Toca como los ángeles”, alguien comentó. “Debería estar en una orquesta”, fue otro comentario. El gringo violinista sentía batir su corazón. Tocó como nunca. En un momento, mientras las notas nítidas y seguras inundaron el espacio con una pieza de Paganini de difícil ejecución, el público sostuvo su aliento. Algunos no entendían, otros lo admiraban. Pero todos se sintieron impactados por la perfección de las notas, reconociendo el extraordinario trabajo artístico. Cerró sus ojos. En ese momento estaba tocando en su país, en un teatro colmado, alimentándose del silencio de la sala.
Cuando terminó, el grupo que se agolpó en esa esquina lo aplaudió vigorosamente. Uno le pidió que siguiera tocando. Para él, el aplauso fue igual a aquel, cuando el público lo ovacionó de pie.
Su gorra estaba en el suelo. Se llenó de monedas, pesos, hasta patacones. Hoy podría comer como un príncipe.
Posiblemente debió haber sido un hombre de buen porte en su juventud.
Cuando arrancaba sonidos de su instrumento se le iluminaba el semblante, sus ojos se enternecían y una sonrisa jugaba en sus labios. Se transformaba. Una aureola daba luz a su rostro que parecía rejuvenecer. Podría decirse que tocaba para sí. La mirada perdida en una sutil añoranza. No le molestaba que la gente circulara a su alrededor, que no se detuviera. Había algo de altanería cuando los observaba. Quizá sentía lástima por ellos, que no sabían disfrutar la dulzura de un Mendelssohn, la potencia de un Beethoven, la enternecedora tristeza de un Massenet.
Hoy, unas jovencitas, se detuvieron curiosas a escucharlo. Fue el detonante; se hizo un círculo que iba ampliándose. “Toca como los ángeles”, alguien comentó. “Debería estar en una orquesta”, fue otro comentario. El gringo violinista sentía batir su corazón. Tocó como nunca. En un momento, mientras las notas nítidas y seguras inundaron el espacio con una pieza de Paganini de difícil ejecución, el público sostuvo su aliento. Algunos no entendían, otros lo admiraban. Pero todos se sintieron impactados por la perfección de las notas, reconociendo el extraordinario trabajo artístico. Cerró sus ojos. En ese momento estaba tocando en su país, en un teatro colmado, alimentándose del silencio de la sala.
Cuando terminó, el grupo que se agolpó en esa esquina lo aplaudió vigorosamente. Uno le pidió que siguiera tocando. Para él, el aplauso fue igual a aquel, cuando el público lo ovacionó de pie.
Su gorra estaba en el suelo. Se llenó de monedas, pesos, hasta patacones. Hoy podría comer como un príncipe.
3 comentarios:
Hola Nelly!!!!!!!
Felicitaciones por tu flamante blog!!!!
Está bárbaro me encanta, los relatos y los poemas y las ilustraciones, está muy bueno,ya estás volando por el mundo Nelly.
Un cariño y un beso Jóse
Maravilloso relato, lleno de fuerza y nostalgia.
Recibe un cálido saludo desde España
hermoso abue!!
este es mi favorito.
también leí lo nuevo en literarte.
beso granD
ari.
pd: a Rosario!!
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