Palabras de polvo
Lo llamaban el ladrón de atardeceres. Quizá por su arrogancia, quizá por su libre albedrío, quizá por su indiferencia hacia los demás. Quizá por que paseaba su prestancia alrededor de la plaza central todos los atardeceres, haciendo gala de su elegancia. Todos reconocían que éste era el espacio que él ocupaba sin oposición.
Se sentía joven a pesar de no serlo. El decía que el cuerpo adolescente era una cosa, pero que el pensamiento joven lo consideraba un equilibrio estable. Así se sentía. Horadaba el viento con su mirada. Avasallaba con galanura la sonrojéz de las niñas que tímidamente cruzaban su camino.
Se sentía intocable, inabordable, seguro.
Hasta que el amor tocó su fibra más íntima y lo colocó a la altura de cualquier mortal. Por primera vez, cuando más lo necesitaba no fue correspondido. Se debatió ante su inseguridad y su experiencia. Era un desafío a su hombría, a su orgullo, a su corazón sangrante. La niña que entorpecía sus sueños, que enardecía su ser, era la flor de otro jardín.
Probó con sus palabras más ardientes, más sentidas, apasionadas, pero comprobó que el ángel sediento sólo tiene palabras de polvo.
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