viernes, 5 de febrero de 2010

Al pie de la montaña




Al pie de la montaña, en la confluencia de los ríos, se alza una aldea. Las casitas de techo rojo, simétricas, semejan aves en vuelo. La dorada arena que bordea los arroyos llega hasta la puerta de cada vivienda, sirviendo de alfombra. Los pequeños la cruzan retozando alborozados para internarse en el agua. Alguna vez un adulto los acompaña.
Desde mi paraje, arriba del cerro, vigilo y me extasío con la efervescente vida pueblerina. Estoy solo, solo en medio de la naturaleza. Siento el viento que me arrulla, el frescor de la lluvia, el sol que me da vida, el canto de los pájaros, y el murmullo lejano de los lugareños. Todo me sirve de compañía y abrigo. Pero estoy solo.
De pronto una idea loca revolotea mi mente. ¿Qué pasaría si se acabase la arena? ¿Cambiaría la vida de los aldeanos? Por de pronto no habría más ríos. El agua que riega los canteros, que nutre las plantas, que da vida a la existencia, se extinguiría.
En fin, termino riéndome de mi pensamiento absurdo, y alzo mi lámpara en medio de la locura y la ignorancia. Está oscureciendo. El panorama se va desdibujando. Sólo la luz ilumina un círculo a mi alrededor. Quedo adormecido con el roce de las hojas bailando al compás de la brisa. La idea que me atormenta me domina de nuevo. Fijo la vista en el foco y agazapada en el centro de la esfera veo una esfinge impasible que me mira burlona y cómplice.
Despierto con el sonido de la lluvia golpeando mi escondite. Miro la lámpara en busca de la figura inserta en ella y no veo a nadie. También los niños se parapetan en sus viviendas. Solamente se oye el ruido intermitente de las gotas.
Estoy solo.

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