En su trajín diario subía la empinada ladera. Llevaba las escobas a cuestas, en espera de la venta prometida, día a día.
Los niños lo rodeaban curiosos, los vecinos ya no le prestaban especial atención.
Al principio fue el objeto de burlas y extrañeza. Surgía de él un halo inexplicable, como si flotara dentro de una tenue nube.
Su presencia era de un gris indescifrable. Gotas de humedad resbalaban de su ropa. Parecía vivir en un invierno perenne.
Solía tocar un silbato para llamar la atención de los vecinos, mientras caminaba con los críos detrás suyo.
La venta fue mermando, a pesar de su esfuerzo. El vecindario no era muy poblado, y las escobas no se gastaban tan rápidamente como él lo hubiese querido.
Un día no se presentó. Entonces volvieron a preocuparse por esa figura esmirriada, encorvada. Asombrados comprobaron que el cielo se abría, dejando pasar el sol y la luz. El calor los abrigó cariñosamente. Dedujeron que se debía a la ausencia del escobero.
Durante dos días más no supieron de él. De pronto apareció con su andar cansino y sus escobas de siempre.
Los niños lo rodearon en forma acostumbrada. El les sonrió y por primera vez se sentó en el cordón de una vereda.
Comenzó a contarles lo que parecía un cuento. En realidad , el relato era la historia de su vida. Érase un hombre muy rico, que vivía en una especie de palacio. Tenía dos hijos que lo adoraban.
Pero una catástrofe abatió el lugar, ubicado cerca del mar.
No se sabe porqué pero el mar rebasó sus orillas e inundó todo el entorno. Los pequeños y la esposa estaban en el palacio que fue arrasado. Cuando el hombre rico volvió no encontró su hogar ni a su familia.
Durante días y meses los buscó sin éxito alguno. Pero nunca dejó de vivir, en ese predio devastado. De noche permitía que el agua lo acunara. Así le parecía que estaría más cerca de los suyos.
Se levantó cansadamente y siguió su camino, esta vez solo.
Los niños lo miraron partir en silencio. A medida que se alejaba se iba disipando su figura, hasta hacerse invisible.
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