viernes, 29 de enero de 2010

Atrapado


















En la penumbra, hundido en un sillón, Jorge estaba inmóvil, inmerso en sus pensamientos. No escuchaba la música que venía de la otra habitación. No le molestaba el ruido del exterior que se filtraba por la ventana. Ni siquiera el canto de los pájaros que revoloteaban por el jardín lo sacaban de su estado.

No puedo perdonar la traición. No puedo perdonarle a Susana, el tormento en que me sumió. Pero Dios!, tampoco puedo olvidar sus ojos dorados, llenos de luz, de promesas incumplidas.
Esos ojos que hacían olvidar lo que nos rodeaba. Que horadaba mi interior, llevando gozo y felicidad. Nunca había sentido ni volveré a sentir, esa sensación de libre albedrío. Sentía que flotaba, alejado del mundo real. Sólo su presencia llenaba el espacio infinito. Bastaba para mí.
Aquella noche que nos encontramos en la casona del campo, compartíamos el hechizo de la luna que nos bañaba con su pétrea claridad. Y fue allí precisamente, donde me dijo sin preámbulos, que nos dejaríamos de ver. Su ex novio había vuelto arrepentido y le propuso casarse de inmediato.
No pude creer lo que escuchaba. Se hizo un silencio oscuro, espeso, entre los dos. La sentí como pantera engañosa.
¿Por qué no insistí? ¿Por qué no le dije lo que sentía? ¿Por qué no exigí una explicación? Como zombi quedé callado, mientras ella me miraba expectante, esperando una respuesta.

En cambio, dije que no importaba, ya que no pensaba formalizar. Que no sentía nada. Que para mí fue sólo un capricho. El orgullo y la vanidad herida brotaron de mis labios. ¡Qué petulante! Quería estrecharla entre mis brazos y la estaba alejando para siempre. Sus hermosos ojos se llenaron de lágrimas.
Entonces, en un susurro, dijo que había elegido el camino correcto. Y se fue corriendo hacia la nada.

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